Las manos tiemblan
y un hormigueo recorre las arterias y
las venas.
Los latidos se salen del pecho,
los pulmones necesitan más aire
pero no son capaces de responder
a un corazón revolucionado.
Correr sin rumbo deja de ser
una idea descabellada.
Acelerando el pulso,
el vaso rebosa
con la última gota de sudor.
Una angustia que devasta,
como la lluvia ácida,
cualquier paisaje mental.
Se vuelve quimera
intentar asimilar
una caída permanente.
La sustancia con la que se fabrican
los sueños
se parece a todo aquello
que se quedó en el camino.
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