Un motel de carretera. Aquella mañana gris me desperté en un sucio motel de carretera de una vulgar ciudad dormitorio en medio de la nada. Abrí las cortinas. Un valle plagado de fábricas y enormes chimeneas, trenes, camiones, coches, autopistas. Las luces de neón de los prostíbulos ponían la nota de color a semejante mierda industrial abominable. Era mi primer día allí, pero no estaba nervioso.
Bajé las escaleras y entré en el bar que había debajo. Olía a fritanga y a tabaco negro y las paredes estaban repletas de pósters de mujeres desnudas, carteles de corridas de toros y cabezas disecadas de jabalíes con gorras de equipos de fútbol.
_¿Hay alguien?, grité.
No oí ninguna respuesta. Sólo unos torpes y sonoros pasos.
Tras unos segundos, emergió de detrás de una cortina una enorme mole de grasa envuelta en un delantal lleno de lamparones. Era uno de los hombres más gordos que había visto en mi vida. Me impresionaba cómo era capaz de moverse en un bar tan pequeño. Era como observar el agua de un vaso a punto de rebosarlo.
_ ¿Qué va a ser?, preguntó el orondo camarero con voz cavernosa.
_ Un café cortado y un chupito de orujo, por favor. Respondí.
_ Empezando bien la mañana ¿eh?, ¡con alegría!. Así me gusta, jajajaja…
La estruendosa risa del camarero inundó todo aquel cuchitril. Hasta las paredes parecían retumbar. Yo sonreí, para no parecerle descortés. En realidad, estaba deseando que me sirviera para sentarme en la última mesa del garito a leer el periódico tranquilamente.
_ El cortado es un euro, pero el pelotazo lo paga la casa. Además… ¿qué narices?¡Le voy a acompañar!. Exclamó el gordo extendiendo la mano para que le diera la estúpida moneda.
_Gracias por el trago, caballero. Parece que esto está muy tranquilo. Dije intentando entablar conversación.
_No se crea. Hoy he abierto a las cuatro y me he sacado un buen pico vendiendo cafés, tabaco y bocadillos a los del turno de noche. Mire qué caja, esto es digno de brindar.
El gordo engulló el vaso de chupito y comenzó a reír mientras yo leía un mensaje en mi móvil. De repente, su risa se ahogó y se llevó las manos al pecho. Acto seguido, aquella bola de grasa se desplomó como una avalancha sobre el pringoso suelo del bar. Se había dejado la registradora abierta, repleta de billetes. No me lo pensé dos veces.
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