Navego en mitad del mar abierto
buscando avistar tierra firme,
las olas intentan hundirme,
voy solo y he de estar despierto.
El rumbo lo dictan los vientos,
sin importar la demora,
silbando me paso las horas
mi ahora es todo lo que tengo.
En este barco salvado
de un más que posible desguace
no hay motores que reemplacen
a unos músculos cansados.
Las velas, hechas jirones,
apenas sirven de ayuda
más que para aves picudas
que se acercan por montones.
Y encuentro otra vía de agua,
pero no con qué taparla,
y, sin querer, vuelvo a liarla
y me olvido del timón.
En circunstancias tan arduas
haría falta un salvavidas,
pero entre tantas movidas
al partir se me olvidó.
Y ya con el agua hasta el cuello,
apenas reparo en ello,
seré comida de peces,
con suerte, de algún tiburón.
Y no pienso: “se acabó”,
ni “hasta nunca”, ni “hasta luego”,
ni desisto, ni me entrego...
y mi bombilla se fundió.
Me despierto al día siguiente
a merced de la marea
con un frío que no veas
en un puto islote inerte.
Los árboles fosilizados,
la playa, de calaveras
y serpientes y morenas
si atiborran de pescado.
Y yo, incómodo invitado,
evito meterme en problemas,
ahora mi mayor dilema
es volver a casa a nado.
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